jueves, 12 de junio de 2008

El hombre invisible, 2003, Marina Nuñez

Uno de nuestros sueños y de nuestras pesadillas más universales tiene que ver con la propia identidad que no está siempre bajo nuestro control. Desde la ya caducada y errónea maravilla de convertir un sapo en principe azul (los sapos sí son seres verdaderamente maravillosos) hasta el horror del doctor Jeckill, conocemos múltiples variantes que nos llevan a pensar que nuestros deseos, nuestros temores y terrores no son tan potentes como el poder de una realidad compleja y misteriosa que se nos escapa continuamente y que nos domina. Marina Nuñez (Palencia, 1966) trabaja con las más inquietantes transformaciones que pueda sufrir el ser humano. En Multiplicidad, nuestra anterior entrada, unos ojos se multiplicaban sin cesar. En El hombre invisible, un hombre sufre mutaciones muy dolorosas y llenas de angustias. No es el lobo el que se apodera de él sino unos personajes terribles de una ciencia ficción cinematográfica cuya aparatosa teatralidad no merma si no que, por el contrario, acrecienta la angustia. Estas transformaciones crean un ciclo que define a ese ser que, como Sísifo, no va a conocer el descanso. El ogro o la bruja no son ya personajes de Walt Disney sino de serie B, un cine que en numerosas ocasiones ha pronosticado catástrofes que se han cumplido.

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